En 1970, Luis Echeverría tomó posesión como presidente. La
sucesión presidencial no fue sólo el cambio de hombre, sino el cambio de
retórica. En palabras de la maestra Valeria Zepeda: “El
Desarrollo Compartido fue un plan de corte populista que buscaba
compartir los beneficios del crecimiento y una alianza entre obreros y
campesinos”.
En los primeros meses de la presidencia de Echeverría el nivel de
actividad económica estaba deprimido, en parte por el menor gasto
gubernamental por ser inicio de sexenio. Para poner en marcha a la
economía se decidió llevar a cabo varios proyectos de inversión, aun cuando éstos no fueran relevantes. El objetivo era aumentar la producción en el corto plazo.
Como economistas, más que el nivel del PIB o su tasa de crecimiento,
lo que debemos analizar es el bienestar de los individuos. La
reactivación de la economía vía gasto del gobierno aumentará la
producción, pero si este gasto no es utilizado en la creación de bienes o
en la inversión de proyectos lo suficientemente valiosos para la
sociedad, entonces el gobierno tan sólo empeorará la situación de las
personas pues estará desviando recursos a actividades de poca productividad.
Para el año siguiente, la recaudación aumentó, pero el gasto público se incrementó en más del doble (10.4% contra 21.2%). El déficit fue cubierto, en cierta medida, por la emisión de billetes del Banco de México. Tanto la política fiscal, como la política monetaria tuvieron un sesgo expansionista. El PIB creció 8.5% en ese año.
La inercia de estas políticas continuó en los años siguientes. A
medida en que el gasto crecía, éste fue cubierto vía la emisión
monetaria del Banco Central, pero también mediante deuda externa
(la cual de 1974 a 1976 se duplicó). Con ello se generaron presiones
sobre el tipo de cambio, que comenzaba a estar sobrevaluado. Debido a
ello, las importaciones se volvieron relativamente más baratas en
relación a la producción local, propiciando así déficits en la balanza
comercial. El proceso de reajuste cambiario se vislumbraba inevitable.
Ante este escenario, los inversionistas decidieron retirar sus
capitales ante la inminente depreciación del peso. Si mantenían sus
inversiones en México, éstas valdrían menos en relación con las
inversiones hechas en alguna otra moneda. Esto desató una fuga de capitales, a pesar de los incentivos fiscales para contener su salida.
La presión cambiaria culminó en septiembre de 1976 cuando el tipo de
cambio se devaluó 59%; esto en medio de una fuerte tensión entre el
gobierno y el sector privado. Con el objetivo de evitar mayores
conflictos políticos, Echeverría decidió subir los salarios, decisión
que hizo más largo y doloroso el reajuste económico: la actividad industrial disminuyó, el consumo privado cayó y se generaron presiones inflacionarias.
Dos meses después, Echeverría dejó la presidencia para que José López
Portillo la ocupara (vale la pena señalar que fue el único candidato
registrado en dicha elección presidencial). La recuperación de las
relaciones del gobierno con el sector privado fue de suma importancia
para la nueva administración, así como la estabilización de la economía.
El programa propuesto por el Fondo Monetario Internacional para
recuperarse de la crisis fue cabalmente cumplido. El déficit en la
balanza de pagos disminuyó, pero algo pasó a inicios de 1978: se descubrieron enormes yacimientos de petróleo en el sureste del país.
A López Portillo le gustaba decir: “los países del mundo se dividen
en dos tipos: los que tienen petróleo y los que no lo tienen, y México
tiene petróleo”. Así es como la economía retomó una vez más la senda del
crecimiento inflacionario, el gasto del sector público aumentó más de
30% en ese año, en tanto que los ingresos fiscales no crecieron de
manera significativa. Uno de los destinos del gasto fue el Sistema
Alimentario Mexicano (SAM), programa cuyo objetivo era lograr la
autosuficiencia en la producción de alimentos, es decir, se
buscaba encauzar los ingresos de la exportación de petróleo para la
producción del campo, con la consigna básica de “sembrar el petróleo”.
El desequilibrio externo se hizo patente a través de una balanza de
pagos deficitara y una constante sobrevaluación del tipo de cambio. Es
curioso notar cómo una época de bonanza, como el descubrimiento de
mantos petrolíferos, concluyó en un deterioro de la estructura
económica. A este tipo de fenómenos se les conoce como la “enfermedad holandesa”.
La situación se volvió insostenible cuando en mayo de 1981 se dio una
ligera caída en el precio del petróleo. Si bien la caída no fue muy
grande, el problema fue el error de diagnóstico tanto del gobierno como
de una parte del sector privado. Ambos consideraron que la caída de los
precios del petróleo era un fenómeno transitorio, por lo que mantuvieron
su nivel de gasto y financiaron el déficit vía deuda. En realidad,
dicha caída inauguraría un periodo de bajas sistemáticas en el precio
del petróleo que terminaría por volver insostenibles los niveles
de gasto público y elevaría los niveles de endeudamiento del sector
público y del privado.
Una nueva devaluación se hizo presente. En febrero de 1982, el peso
perdió casi la mitad de su valor frente al dólar. Las intenciones del
gobierno por evitar una recesión fueron incongruentes. Por un lado,
anunciaba el recorte en el gasto; pero, por otro, decidía aumentar los
salarios. Parece que la historia se repite seis años después:
devaluación, estrategias erróneas por contener la crisis y tensiones con
el sector privado.
En esta ocasión, el conflicto fue con el sector bancario. En septiembre de su último año de gobierno, López Portillo tomó la inesperada decisión de expropiar a los bancos comerciales. Su razón (o excusa) fue que ellos provocaron la fuga de capitales que desembocó en la devaluación.
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